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Gracias a Dios

  • Foto del escritor: contactrpc98
    contactrpc98
  • 7 feb 2021
  • 4 Min. de lectura

Una gran noticia vino a mí hace unas semanas: la universidad donde había cursado hasta este fatídico 2020 mis estudios del grado de historia me felicitaba y me reconocía como número uno de mi promoción. Como es natural, en casos como éste irrumpen de manera inmediata la felicidad, el sano orgullo y la satisfacción por el trabajo bien hecho y la perseverancia a lo largo de cuatro años. Como es natural, me sentí agraciado, palabra que no se suele escuchar últimamente en las juventudes que, como yo, pueblan este país llamado España. Y no era yo agraciado en términos físicos, que ello queda a juicio de quien quiera fijar su mirada en mi persona; no, me sentía agraciado porque había en mi interior una gran necesidad de agradecer a todos los que habían hecho posible que yo pudiera llegar hasta este punto. No te aburriré, lector, con los típicos mensajes que desde vacíos pero petulantes atriles se lanzan en galas y festejos a los que tanto estamos acostumbrados, por desgracia.


Como es lógico, sentía un gran agradecimiento por mis padres y mi familia por las causas más naturales que uno pueda imaginarse en este tipo de situaciones. Comuniqué este sentimiento también a quien, en mis años del bachillerato, ayudóme a dar el último paso para lanzarme en el trepidante y satisfactorio viaje que han sido estos años de carrera. Mantuve contactos, intercambios de mensajes; recibí felicitaciones por parte de familiares – a los que transmití de primera mano el hecho – y ahí quedó todo por el momento. Una vez recibida la noticia y finalizados los clásicos mensajes volvía la hora del trabajo continuo, el estudio y, como no puede ser de otra manera, la santidad de la vida ordinaria, que tanto predicó y excelentemente expuso San Josemaría Escrivá.

Al mensaje de la universidad le siguió otro del departamento de protocolo de ésta, donde me comunicaban que se celebraría un acto – restringido y algo sobrio, como no podía ser de otra manera bajo estas circunstancias – al que acudí, como es lógico. Tampoco te aburriré, lector, con los detalles de aquel acto, si bien diré que, como sesión protocolaria que bien se da, tuvo sus momentos de fotografía oficial con la mesa de gobernación de la universidad detrás de mí. Y cabe destacar que es en este punto donde se da el punto sobre el que me gustaría reflexionar. Pasados dos o tres días, recibí las fotografías en un escueto correo electrónico y, sin pretensiones de alarde o vanidad, subí la foto en la que aparecía con mi beca y mi diploma a las redes sociales. No se trataba de la castiza chulería que podría haberme seducido, siendo de Madrid como soy; tampoco se trataba de soberbia, ni más orgullo que el que sentía por quienes quería, y con quienes quería compartir la instantánea con un breve mensaje donde, al final, el agradecimiento sumo y culminante era el dedicado al Señor, a Dios.


Decíame a mí una tía abuela, que en la Gloria de Dios esté, que “no tenemos boca para dar gracias a Dios”. Cierto, certero es. Y como no tengo yo boca suficiente para dar gracias a Dios, convine en usar también el medio escrito, a lo que algunos me respondieron que primero iba el agradecimiento a mi esfuerzo, mi talante o el supuesto talento que me habían llevado a ese punto. Y si bien es cierto que todos ellos son elementos para alcanzar tan gran honor como el que recibí, no son ni la ínfima parte de la ecuación, donde el factor dominante sobre todos los demás es, como decía mi mensaje: Dios.


Católico me bautizaron y cristianamente confirmé mi fe y lealtad al Señor en la Confirmación, y puede que suene extraño para aquellos que tanta gala hacen de méritos propios, pero yo sé, y tengo la certeza de ello, que los méritos no son míos; o, al menos, no enteramente míos. Sé muy bien por qué agradecía a Dios el estar ahí, al igual que se por qué caían en el error quienes anteponían mi esfuerzo – que también estuvo – a mi fe, pero sin ésta última no se puede dar lo otro. “Gracias a Dios” no es una expresión vacía de contenido, sino que rebosa la fe que el cristiano tiene en su Señor, en el Buen Pastor que guía por cañadas oscuras y en el que todo lo puede, como dice el apóstol San Pablo.

Parece (y creo que coincidirá conmigo, estimado lector), que dar gracias a Dios en nuestros días es acto arriesgado, precipitado e incluso temerario, pues uno se expone a que le “corrijan” aquellos que tienen por bandera y único pilar su propio “ego”, es decir, ellos mismos. Frágil roca sobre la que se asientan. ¿Qué habría sido de mis estudios sin la fe que me empuja al servicio y la santificación de la vida ordinaria? ¿Qué sería de mí, siendo sólo “yo”? Una enfermiza concepción del individualismo positivista que pretende desvincular a la persona de cualquier elemento que no sea ella misma: la definición propia por sus propios actos. Pero yo sé que no es así, y que mi definición no se entiende sin el Señor, a quien todo se lo debo. Yo doy gracias a Dios por todo, con una boca pequeña con la que no puedo agradecer completamente los dones y los bienes que el Señor me ha dado, pero también los problemas o las situaciones de desesperanza que me ha otorgado para que viera que, sin Él, yo no soy nada.


Así que sí, querido lector, yo doy gracias a Dios por el honor recibido. Doy gracias porque es gran mérito el concedido, pero no es propio únicamente de mí, y seria egoísta e incluso maligno afirmar tal cosa, porque el que de todo se desprende para afianzarse en sí, de sí se desprende para afianzarse en la nada. Mientras tanto, yo seguiré dando gracias a Dios por tiempo sin término, y le invito, estimado lector, a unirse a mí en este acto de gracias del que no tenemos boca suficiente para proclamarlo. Gracias, Señor, por todo, por siempre.

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